viernes, 1 de febrero de 2013

El pequeño ogro



Como todas las tardes a las cuatro llegué a mi consultorio. Estaba dentro de la oficina de mi papá en la Colonia del Valle, entonces no tan saturada aún, así que me estacioné a unos metros de la puerta y entré. Mi hermana, colega y socia ya había llegado.
            —¿Quién viene primero? —pregunté para sacar el material necesario.
            —El “Frog your eyes only” —dijo mi hermana refiriéndose al paciente, un afamado médico,  por el apodo que le habíamos dado; un juego de palabras hecho con el título de una película de James Bond y que hacía alusión a su notoria exoftalmia—, le seguiré con la endodoncia, me ayudas, y ya para sus coronas yo te ayudo, ¿sale? Así trabajábamos, siempre en equipo.
            Apenas habíamos sacado el instrumental del esterilizador, el expediente del cajón  y nos habíamos puesto las filipinas, cuando la secretaria nos informó con su acento del sur de Veracruz:
            —Doctoras, ya llegó su pajiente. Era muy chistosa esa secretaria que tenía mi papá y nos archivaba a los pacientes por apodo. Por ejemplo, a un muchacho que se parecía a John Lennon, nos lo tenía bajo Lennon, John, y justo abajo estaba anotado su nombre verdadero en la ficha.
                          —¡Buenas tardes! ¿Cómo estamos? —Se oyó la voz atronadora del Doctor Frog your eyes only.
            Es lo corriente que, antes de comenzar un procedimiento o mientras se espera a que la anestesia surta efecto, se converse con el paciente. Esto aligera su estado de ánimo, le ayuda a relajarse y a depositar confianza en uno al sentir que lo conoce, que es su amigo. Nunca me ha gustado lo que muchos colegas hacen, al estilo gringo, que dejan a la persona sola en el cubículo un rato mientras se seca algún material y se van a hacer otra cosa; siento que les aumenta el temor o el nerviosismo que todos llegamos a sentir cuando acudimos al dentista.  Para uno también es bueno: conocer un poco al enfermo como persona hace del trabajo algo agradable disfrazándolo de una función social. Además, tal vez en esa pequeña  plática se entere uno de algún dato relevante sobre su salud que haya pasado inadvertido en el cuestionario inicial.
            Total que ahí estábamos el “Frog your eyes only”, mi hermana y yo esperando a que la lidocaína surtiera su efecto, y él nos mostró, como para romper el hielo y usar el tiempo, una foto de su hijito como hacen casi todos los padres de familia, para presumir. Era un chiquillo en edad de preescolar, con los mismos ojos salientes y azules de su papá que le daban la expresión de quien acaba de ver un fantasma, vestido con un suéter escolar; la típica foto con fondo azul que venden en el colegio. Obviamente se lo chuleamos mucho y de repente se comenzó como a  conmover, a emocionar mientras observaba el retrato y sendos lagrimones brotaron de sus ojotes. Nos volteamos a ver extrañadas y sin saber qué decir, pero él fue quien llenó el silencio con sus palabras.
            —¡Ay, perdónenme! Es que me duele mucho mi hijito. ¡Es tan buen niño! Muy obediente y aplicado. Fíjense, si sigo con mi esposa es sólo por él, porque no quiero que sea de esos chamacos de divorciados que andan rodando. No se lo merece, ¡mi hijo es mi vida entera! ¡Discúlpenme! —dijo secándose la cara con un pañuelo de papel que le había yo dado—, pero a veces me quiebro porque ya no puedo soportar más, ya no aguanto tanto dolor. ¿Ven estas manchas que dejé en el papel? Es maquillaje.
            Las dos nos acercamos a ver. En efecto, el pañuelo estaba manchado de color carne, con esos productos de belleza como los que usaba mi mamá. “Lo uso para cubrir los moretes. Mi esposa me golpea”, soltó como una cubetada de agua fría. Donde el cosmético había desaparecido, sobre el malar izquierdo, surgía en todo su esplendor un verdugón violáceo. Luego se abrió un poco el cuello de la camisa hacia un lado para mostrarnos otro hematoma sobre el hombro, este con una costra encima: “este me lo hizo con una pala de cocinar,  de las de metal”. Sollozaba y gimoteaba como actriz de telenovela.
            Nos quedamos estupefactas. Sabíamos que Frog your eyes only era un médico muy reconocido,  jefe de su especialidad en un hospitalazo  de los más importantes del país y famoso por tener mano de hierro con los internos, que le tenían verdadero pánico. Todo esto lo sabía yo porque había sido maestro de dos amigos míos, que me contaban el nivel de exigencia tan alto que tenía y el tipo de desplantes y hasta majaderías  que les aplicaba a sus alumnos. A nuestra consulta siempre había entrado mostrando una gran seguridad en sí mismo, haciendo alarde de presencia varonil, saludando a la secretaria a voz en cuello y haciéndose notar. La anestesia ya había surtido efecto sobre la parte derecha de su mandíbula y su habla se había vuelto algo ininteligible.
            —Perdónenme, perdóneme —repetía avergonzado y sollozante—, es que no tengo con quién hablar de esto, ni modo que les cuente a mis papás que ya son viejitos, o a mis hermanos, que no comprenderán y se burlarían de mí, mucho menos a mis amigos. Tal vez sea más fácil destapar algo así para una mujer, como que es más común que les suceda esto y reciben apoyo de sus amigas, hermanas, o de sus  padres, pero yo… ¿quién me va a creer o a tomar en serio? ¡Nadie! Ni mis colegas, ni la ley….
Ahí estaba el doctorazo, el enérgico maestro, el renombrado especialista, hecho un guiñapo ante dos jovencísimas dentistas que no sabían qué decirle, limpiándose la saliva que le escurría por la comisura del lado anestesiado mientras hablaba. Entre lima y lima de endodoncia le tratamos de aconsejar que no por ser hombre tenía que aguantarse, que tal vez fuera peor para su amado hijito vivir en medio de esos pleitos —creo que el término “violencia intrafamiliar” aún no se acuñaba—, que ser hijo de divorciados que, al fin y al cabo, se estaba convirtiendo en la regla. Que no se dejara, que se  separara de tan mala mujer, en fin. Tuvimos tiempo, mientras trabajábamos,  de ir digiriendo lo que habíamos visto y oído y de ofrecerle los  mejores consejos que nuestra escasa experiencia de la vida y nuestro azoro fueron capaces de dar. 
            Por fin terminó la consulta, y el doctor se fue con sus canales muy obturados con gutapercha y su alma, quiero creer, muy reconfortada por nosotras.  Nos pidió que no le contáramos a nadie y así se lo prometimos. Nos agradeció mucho la comprensión y nos quedamos con la certeza de que deberían poner materias de psicología en el programa de la carrera de odontología, después de todo trata una con mucha gente de todo tipo y les tiene cautivos y a unos centímetros de distancia.
            Al día siguiente, en el hospital donde nuestro paciente trabajaba, un interno no supo responder a la pregunta que se le hizo delante del enfermo en turno.
            —¡Ah! —le dijo el doctor Frog your eyes only—, ¿me equivoqué? Usted no es interno, ¿verdad? Es afanador del hospital. ¿Qué hace aquí? Nada más me está haciendo perder mi tiempo. ¡Váyase a lavar los excusados! A ver, usted —se dirigía a otro practicante—, por la cara que tiene ha de ser igual de bruto, ¿sabe la respuesta?
            El muchacho, con miedo, respondió acertadamente: “cien miligramos”, y el maestro le dijo: “¡como el burro que tocó la flauta!”. El paciente, en su cama, estaba impresionado por la manera en que trataba a sus alumnos y cuando el doctor se le acercó, instintivamente volteó la cara hacia el lado contrario, como huyendo de él.
            —¡Que no le vamos a hacer nada, hombre, no voy a dejarlo en manos de estos tarugos! A ver. Y se dedicó a observarle la mucosa de los ojos tirando del párpado como si fuera de hule. Así pasaba todas las mañanas, regañando a todo mundo, ofendiendo a diestra y siniestra, arreando a las enfermeras como si fueran sus esclavas y manipulando a los enfermos como si de muñecos de plástico se tratara; todo con brusquedad, con agresividad y despotismo. Por la tarde, con sus pacientes particulares, era más afable, pero no con la asistenta de su consultorio, que era una distinta cada mes porque apenas esperaban su primer sueldo y salían despavoridas para no volver a trabajar con aquel doctor que daba las órdenes como si fuera un militar, que jamás decía gracias ni por favor, que insultaba si algo no era de su total agrado y al que daba mucho miedo pedir un permiso de salir temprano por algún asunto personal. Ni siquiera le avisaban que no iban a volver por miedo a una gritoneada; él se enteraba cuando veía que la señorita ya no llegaba y despotricaba de esa empleada tan floja e irresponsable que no avisó que faltaría.
            En las reuniones de la sociedad médica a la que pertenecía su comportamiento era parecido,  aunque matizado por el hecho de estar entre colegas, al mismo nivel. Hacía  dos años lo habían elegido para la mesa directiva como vocal, pero no le reeligieron ni le dieron otro puesto a pesar de que hizo un buen trabajo, porque mangoneaba a los demás a su antojo y dejaba ver sus autoritarias maneras.
            A la semana volvió a nuestra consulta. Ya nosotras habíamos discutido empíricamente su caso llegando a la conclusión de que tenía un complejo de inferioridad, de que tal vez su mujer era más alta que él, cosa que no era difícil porque el doctor era muy chaparrito o que seguramente ella en su casa vio golpes de su padre a su madre y a los hijos y así se curaba en salud, siendo ella la maltratadora antes que la maltratada.  Pensamos que el Frog your eyes only compensaba su complejo siendo el agresivo en los lugares donde tenía autoridad y así equilibraba un poco su vida no siendo la víctima sino el victimario. Hicimos, pues, un novelón psiquiátrico del caso en aras de entenderle.
            Esta vez no lo anestesiamos: las piezas ya sin el paquete nervioso son insensibles, y las preparé para hacerle dos coronas. Sin embargo, en los tiempos en que se prepara el material de impresión, nos mostró una nueva lesión que tenía en el ángulo de la mandíbula, cubierta por su famoso maquillaje Max Factor color peach y otra en el cuello, disimulada por un suéter  gris de cuello de tortuga. Le repetimos que debería romper con su mujer diciéndole que si le era fácil golpearlo a él, más sencillo le resultaría  acometer contra su pequeño hijito al que ya llamábamos entre nosotras “frogsito”, cuando él estuviera fuera de casa.  Esta vez no lloró a moco tendido pero sí se le quebró la voz un poco, sobre todo cuando pensó en que su hijo corría peligro.
            —Me voy a divorciar, doctoras, ¡la voy a dejar y yo me voy a quedar con mi hijo! Esta misma semana se lo digo, o busco un departamento para tenerlo listo y simplemente salirme de la casa, pero primero veré a un abogado a ver qué conviene más, no me vaya a demandar por abandono de hogar o algo así —nos entretuvo como quince minutos cuando ya había terminado la  consulta—, porque no quiero que se quede con mi niño. ¡Si tengo que mostrar mis lesiones lo haré!, pondré una demanda de divorcio necesario, ya no me importa tanto el qué dirán como salirme del matrimonio. Gracias por todo… la voy a dejar, ¡estoy decidido!
            Le pusimos sus coronas en otra ocasión y nos repitió que se iba a divorciar. Lo felicitamos por su decisión asegurándole que era para su bien y el del niño. Se fue feliz, con sus piezas restauradas y su autoestima resucitada. Mi hermana y yo nos congratulamos por haberle podido ayudar un poco.
            No volvió por nuestro consultorio, pero supimos de él por un conocido en común varios años después: nunca se divorció.
              
              

           
            

martes, 17 de enero de 2012

Yo seré Batwoman

Pero no porque luche contra el Pingüino y el Guasón, ni porque cante eso de que Batman sale disparado del bati-escusado con bati-papel, sino porque tengo mi bat. Mi bat es azul claro, pero no de ese azul pastel pálido que usan para los bebés, sino de un azul más vivo, más brillante y muy alegre. Es un color que se mira desde lejos aunque mi bat es pequeño. Su madera no es fina, ni pesada, ni se siente tan tersa y compacta como otros bats que tienen madera cara y barniz gordo y lisito, al mío se le sienten irregularidades al tacto pero le dan personalidad.

Mi bat tiene una medida adecuada a mi estatura y a mi edad. No era de nadie ni fue de esas cosas que le regalan a Alfredo y que, como no le gustan, acaban siendo mías como el balón de cuero con pentágonos de colores del mundial 1970 o los guantes y la pera de boxeo a la que tantos trancazos le meto felizmente. No, mi bat no es herencia, fue elegido y comprado sólo para mí; me lo dio mi papá a mí expresamente, para que batee pelotas que él mismo me picha en los días de campo. Como ese en que fuimos con los Ibarra y que Lili corrió las bases montada sobre los hombros del Julio Ibarra mientras nos moríamos de risa, de manera que no pudimos hacerles el out.

Es causa de diversión, mi bat. Es causa de orgullo, mi bat. Otras niñas no tienen bat, sólo yo. Todas tienen muñecas, ropitas y algunas tienen pelotas pero no bats. Es causa de dolor mi bat, si no, que le pregunten a la nariz de Lili que sin querer le metí un batazo. Juro y perjuro que fue sin querer, si hasta a mí me dolió y creo que lloré más que ella.

Un día jubilé mi bat, porque Ricardo, el hermano de mi mamá, me dio otro más padre. Este sí es herencia, era de él cuando estaba chico. Es más grande, más largo y pesado que mi bat azul y está barnizado en color claro, sobre la madera, de manera que se ve la veta. Es americano, tiene marca y todo, y lo uso mucho. Se batea bien, y también sirve para elegir turnos con la técnica de ir poniendo la mano cada quien, cada vez arriba de la mano del otro hasta que una mano ya no tiene espacio en el bat y queda volando: el dueño de esa mano pierde.

Es trampa darle a la piñata con el bat porque es más gordote que el palo normal de escoba que se usa para esos menesteres, y la rompe en un chingolpazo. Es bueno blandir el bat en una pelea de recreo, ni quien se te acerque, ni siquiera los compañeros de Alfredo. Es malo que la miss vea que traes el bat porque te lo quita y no te los suelta sino hasta el recreo; se sufre viendo algo que es de una ahí mal puesto, ¿qué tal que alguien se lo roba a la miss que anda distraída enseñándonos tarugadas como eso de Benito Juárez que vendía tamales?

Es triste que se rompa mi bat, pero pasa. Quizá la madera ya estaba vieja, quizá se resecó, tal vez se sintió de tanto darle y darle a la pelota. A lo mejor solamente se venció su tiempo, caducó, expiró como todo. Así me quedé sin bats, ni el azul ni el clarito. Claro que bien sabía que las ligas mayores (y para el caso las menores) estaban vetadas a mi sexo. Vaya, no era que quisiera yo jugar con los Tomateros, ni siquiera en la liga Maya, pero igual me pudo quedarme sin bat porque para ese entonces ya estaba yo mayorcita y nadie se dignó ofrecerme uno nuevo, ni usado, ya no digamos cuarteadito.

Extraño mi bat, si lo hubiera tenido más tiempo, quién sabe, quizá hubiera sido la batwoman.

O quizá estuviera en la cárcel por haberle roto la crisma y sumido la mollera a algún exasperante de esos que abundan.

lunes, 31 de octubre de 2011

EL CABALLERO DE LA PIEDRA OXIDADA

Una nefasta y nublada madrugada, el probo Señor Menéndez amaneció aquejado de un dolorazo en la lonja izquierda. Amaneció él, porque el sol aún ni se decidía a salir y estrenar el nuevo día. El dolor le subía por todos los ijares y lo pandeaba todito. Ante tal trance, tras de ducharse y tomar dos piezas de pan, una de las llamadas bisquets y otra de las denominadas ladrillos de chocolate, empujadas con una taza de café, para aguantar el hambre que le pinchaba el estómago mientras se veía qué hacer, acudió el Señor Menéndez junto con su abnegadísima mujer al hospital donde le despojaron de sus dignos ropajes y sus armas, le auscultaron el abdomen y la rabadilla, le canalizaron sin decir agua va ensartándole una aguja en la mano derecha que, menos mal, es la menos hábil que posee, y le sacaron sendas radiografías del área anatómica en cuestión. Bastoles a los sabios galenos ver aquellas imágenes para hacer el diagnóstico diferencial entre el botón de la ropa interior y una piedra en un uréter, y tomaron la decisión de dejar al gentilhombre en observación para darle oportunidad al inoportuno guijarro de salir por sí solo. Para ese momento, el dolor era ya tanto que el cabal caballero tomó por el brazo y amenazó a una practicante del lugar con fracturarle algún miembro si no le aplicaba un analgésico que le librara del tormento. Sobra decir que la ofendida curandera corrió a agregar al suero un fuerte lenitivo que alivió un poco las dolencias del insigne señor.
Así las cosas, después de varias horas subieron a nuestro protagonista a piso de internamiento, donde se le asignó un cuarto con cuatro paredes, dos puertas ‒una al pasillo y otra a su propio cuarto de baño‒ y una ventana. Se le preguntó si quería tener una almohada porque dicha cosa, junto con los adminículos de higiene, se cobra aparte. Él dijo extrañado que sí, acostumbrado como estaba a las comodidades propias de su hidalguía, y con esa sola palabra se convirtió en el afortunadísimo poseedor de una caja de pañuelos desechables, un termómetro, un estuche con shampoo, cepillo dental y dentífrico, más un auténtico peine de plástico negro con valor de sesenta centavos al menudeo, cosas que podrían haber hecho morir de envidia a un ruso de los años setentas. También le ofrendaron con una pastilla de jabón tamaño cacahuate y una botella de plástico desechable con boca ancha, a la que llaman “pato”, para que se recreara esculcando sus micciones, si las tuviese, en busca de la esmeralda perdida. Esto con perdón de tales aves que suelen adornar los estanques y migrar a mejores climas, cosa que el Señor Menéndez no podía hacer por hallarse atrapado a una estructura metálica por medio de una cánula.
Las horas pasaban y la Señora Menéndez, que conocía a su cónyuge y que mortificada y afligida invocando a San Cayetano en trémulas jaculatorias lo acompañaba en esta dolorosa circunstancia, acudió al escritorio de enfermeras del piso a preguntar a qué horas le daban de comer a su amado, cuyos intersticios ya acusaban un vacío que se manifestaba en forma de apetito y gruñidos, para recibir la infausta noticia de que al pobre hombre el cirujano le tenía en ayuno. Cuál sería la indignación del señor Menéndez, que al recibir dicha ingrata nueva estalló en imprecaciones soeces de todo tipo. Y es que él, dado su abolengo y prosapia, no está acostumbrado a pasar hambres, no señor. Sólo pudo el atribulado hombre consolarse con una bolsa de papitas y un jugo −ínfimos sucedáneos de un buen plato y una bota de vino− que adquirió en un carrito que hace la cristianísima caridad de pasar vendiendo chucherías, bebedizos, pasquines y nimias publicaciones femeninas de cuarto en cuarto y cuya administradora desconoce si los pacientes pueden o no comer sus mercancías, gracias a San Ambrosio, o si les puede causar una crisis hipertensiva o un subidón de glucosa. Muy poco consuelo ofreció el frugal bocado al infortunado y hambriento personaje, quien no padecía mucho dolor debido a la droga incluida en la bolsa que pendía sobre su cabeza y que por medio de una tripa transparente le surtía de los líquidos necesarios para su supervivencia, pero que sufría pensando en exquisitos manjares y deleitosos platillos. Ante sus ojos desfilaban, en febril delirio, bandejas con jabalíes horneados que mordían descarados una roja manzana y fuentes de plata rebosantes de mariscos surtidos cuyas patas colgaban fuera de los límites que los contenían.
Ya había llenado varias veces el tal pato, acto que resultaba ciertamente complicado por tener que levantarse, desenredar la tripa transparente, desenchufar un aparato y llevar arrastrando tras de sí una estructura metálica de las que venden en los mercados de las aldeas para colgar jaulas con pericos y que sostenía su bolsa de líquidos vitales. Había de cargar y tirar de todo ello hacia dentro del baño para poder entrecerrar la puerta y hacer aguas menores con cierta dignidad y gran espasmo, pidiéndole a San Meandro le ayudara a expulsar el guijarro que tantas penas le causaba. Cada vez que acudía a ello examinaba a contraluz el receptáculo, se llevaba una gran decepción y volvía compungido, sudoroso por el dolor y pesaroso, arrastrando sus cacharros, a su cama.
No fue sino hasta las ocho de la noche en que le dieron una merienda como de niño pobre consistente en gelatina roja a medio cuajar (plato típico de los nosocomios), dos tortillas tamaño miniatura remojadas en un caldillo rojo de concentración 1/1000, y un vaso con algún líquido bebestible tibio de color marrón. Así pasó la noche en semi vigilia, soñando que era un niño que apedreaba vidrios de casas y bellos vitrales catedralicios emplomados desde su bicicleta en su pueblo natal, usando para ello hermosas piedras renales de todos tamaños y colores que hacían volar los cristales en mil pedazos.
Al amanecer acudió con una última ilusión al baño pero del rebelde pedrusco nada. Su mujer le llevó café recién hechito de su casa, de contrabando, y le dieron el rancho del desayuno: tres calcomanías de jamón cocido, tres de papaya, la consabida gelatina ahora tibia y en un lindo color verde bandera y un vasito de leche. A las diez de la mañana, cuando ya estaba un tanto mareado de hambre y de ver competencias olímpicas en el televisor, le bajaron a sacar una nueva radiografía, que, para toda su desolación, mostró el cálculo exactamente en el mismo sitio. El desgraciado pedrusco no se había movido un ápice e insistía en incordiar la existencia del atribulado y decepcionado Señor Menéndez. Los facultativos decidieron extraerlo a la una de la tarde, para terminar a tiempo de irse a los toros, lo que significaba una angustiosa espera para el paciente y su mujer.
Llegó la hora de realizar el galénico procedimiento con las técnicas del sabio que inventó el potro y la dama de hierro, que siguen vigentes, y se le administró anestesia epidural de las llamadas ráqueas, de manera que el paciente vio con gran sangre fría y denodado heroísmo en una pantalla todo el proceso de su endoscopía en colores. Llamole la atención la manera en que unas pinzas recorrían sus intersticios para sacar el cuerpo extraño, que no era tan extraño como el del doctor, que parecía un enorme huevo con un babero de plomo de los que se usan para protección en radiología y que no era tal sino una prominente papada como pocas se han visto y que era el orgullo del médico y de toda su familia. Al fin sacaron la piedra, que se resistía porque hallábase muy contenta en ese sitio calientito y acogedor, y estaba incrustada en las paredes del conducto aquel cual si de una garrapata clavada se tratase. Dejando a su paso una estela de hemorragias, rasponazos, magulladuras y cardenales internos, la pinza logró su fin. Para mayor gusto dejaron un catéter adentro, con la ilusión de sacarlo en dos semanas y, en el paroxismo del esparcimiento, una sonda Torquemada hacia el exterior para recolectar su orín en una bolsa, ya sin esperar piedras.
Vuelve el abollado y maltrecho pero valeroso Señor Menéndez a su cuarto y le vuelven a poner en prohibición alimentaria. De nuevo se oyeron las procaces blasfemias, juramentos y votos a Belcebú junto con resignados aspavientos y quejas del dolor que le agobiaba de nuevo. Su esposa le ofrecía traerle algún yantar ejerciendo el contrabando de la misma manera que él había hecho años antes cuando a ella le torturaron así, pero estoicamente el Señor Menéndez, ignorante de que era el día de San Louis Rey, su santo patrón, aguantó como Don Pelayo contra los moros en aras de una mejor recuperación. Pasó una pésima noche por la sonda, que era una porquería que no servía y se obstruía a cada rato igual que la tripa de la bolsa de hidratación y medicamentos, y le hubieron de estar literalmente jeringando ambas cosas dejándole hecho un guiñapo. Para colmo de males, el acto de la micción era tremendamente doloroso para el honorable hombre, que palidecía cada vez que necesitaba ejercerlo y dejaba escuchar unos casi aullidos que conmovían al personal del sanatorio.
El proceso de retiro de la sonda a la mañana siguiente sirvió como demostración de que las partes bajas del cuerpo están misteriosamente conectadas al nervio óptico, ya que conforme la enfermera Soraya, famosa por sus fuerzas brutas, tiraba de la sonda con inmisericordes movimientos de torsión y giros, el Señor Menéndez hacía bizcos. Su desesperación fue tal que, tomado la manaza de Soraya, jaló de la sonda para extraerla de un solo tirón acompañado de un gran pujido y de la sorpresa de la enfermera. Dicen que en otras personas la reacción del ojo es arrojar lágrimas.
Una vez dado de alta y despachado a su casa, hubo de esperar a que los contables del establecimiento sumaran bolitas de algodón, hisopos desechables y cuanta chacharita se usó en su caso para que le permitieran irse a su morada a convalecer. Claro que él, acomedido y caballeroso, ayudó a hacer más ágil el proceso marcando a las extensiones telefónicas correspondientes para apresurarles por medio de unas discretas mentadillas. Muy adolorido, sufriendo a cada rato unos cólicos y punzadas que le dejaban transido de dolor, por fin liquidó la cuenta del sanatorio externando su inconformidad a cuanto personal entorpecía el proceso de salida, con vocablos que la censura vigente impide citar aquí.
Pero el Señor Menéndez al llegar a su casa se dispuso, a pesar de que sus dolencias no tienen visos de terminar, a ser un paciente bueno procurando dar la menor cantidad de trabajo posible a su señora esposa, quien abnegada y amantísima le procura y contempla con alacridad y diligencia de acuerdo a su mejor saber y entender, dando con ello muestra de que el sufrimiento físico no está peleado con la estoicidad, hidalguía y señorío de espíritu de que un heroico, cabal y bizarro caballero como el Señor Menéndez hará gala siempre a pesar de tener sus exabruptos, resoplos y bufidos en circunstancias de dolor extenuante y ante cualquier injusticia.
Hasta que, a los quince días, le hubieron de retirar la última sonda, interna, y se volvieron a escuchar sus imprecaciones.