lunes, 31 de octubre de 2011

EL CABALLERO DE LA PIEDRA OXIDADA

Una nefasta y nublada madrugada, el probo Señor Menéndez amaneció aquejado de un dolorazo en la lonja izquierda. Amaneció él, porque el sol aún ni se decidía a salir y estrenar el nuevo día. El dolor le subía por todos los ijares y lo pandeaba todito. Ante tal trance, tras de ducharse y tomar dos piezas de pan, una de las llamadas bisquets y otra de las denominadas ladrillos de chocolate, empujadas con una taza de café, para aguantar el hambre que le pinchaba el estómago mientras se veía qué hacer, acudió el Señor Menéndez junto con su abnegadísima mujer al hospital donde le despojaron de sus dignos ropajes y sus armas, le auscultaron el abdomen y la rabadilla, le canalizaron sin decir agua va ensartándole una aguja en la mano derecha que, menos mal, es la menos hábil que posee, y le sacaron sendas radiografías del área anatómica en cuestión. Bastoles a los sabios galenos ver aquellas imágenes para hacer el diagnóstico diferencial entre el botón de la ropa interior y una piedra en un uréter, y tomaron la decisión de dejar al gentilhombre en observación para darle oportunidad al inoportuno guijarro de salir por sí solo. Para ese momento, el dolor era ya tanto que el cabal caballero tomó por el brazo y amenazó a una practicante del lugar con fracturarle algún miembro si no le aplicaba un analgésico que le librara del tormento. Sobra decir que la ofendida curandera corrió a agregar al suero un fuerte lenitivo que alivió un poco las dolencias del insigne señor.
Así las cosas, después de varias horas subieron a nuestro protagonista a piso de internamiento, donde se le asignó un cuarto con cuatro paredes, dos puertas ‒una al pasillo y otra a su propio cuarto de baño‒ y una ventana. Se le preguntó si quería tener una almohada porque dicha cosa, junto con los adminículos de higiene, se cobra aparte. Él dijo extrañado que sí, acostumbrado como estaba a las comodidades propias de su hidalguía, y con esa sola palabra se convirtió en el afortunadísimo poseedor de una caja de pañuelos desechables, un termómetro, un estuche con shampoo, cepillo dental y dentífrico, más un auténtico peine de plástico negro con valor de sesenta centavos al menudeo, cosas que podrían haber hecho morir de envidia a un ruso de los años setentas. También le ofrendaron con una pastilla de jabón tamaño cacahuate y una botella de plástico desechable con boca ancha, a la que llaman “pato”, para que se recreara esculcando sus micciones, si las tuviese, en busca de la esmeralda perdida. Esto con perdón de tales aves que suelen adornar los estanques y migrar a mejores climas, cosa que el Señor Menéndez no podía hacer por hallarse atrapado a una estructura metálica por medio de una cánula.
Las horas pasaban y la Señora Menéndez, que conocía a su cónyuge y que mortificada y afligida invocando a San Cayetano en trémulas jaculatorias lo acompañaba en esta dolorosa circunstancia, acudió al escritorio de enfermeras del piso a preguntar a qué horas le daban de comer a su amado, cuyos intersticios ya acusaban un vacío que se manifestaba en forma de apetito y gruñidos, para recibir la infausta noticia de que al pobre hombre el cirujano le tenía en ayuno. Cuál sería la indignación del señor Menéndez, que al recibir dicha ingrata nueva estalló en imprecaciones soeces de todo tipo. Y es que él, dado su abolengo y prosapia, no está acostumbrado a pasar hambres, no señor. Sólo pudo el atribulado hombre consolarse con una bolsa de papitas y un jugo −ínfimos sucedáneos de un buen plato y una bota de vino− que adquirió en un carrito que hace la cristianísima caridad de pasar vendiendo chucherías, bebedizos, pasquines y nimias publicaciones femeninas de cuarto en cuarto y cuya administradora desconoce si los pacientes pueden o no comer sus mercancías, gracias a San Ambrosio, o si les puede causar una crisis hipertensiva o un subidón de glucosa. Muy poco consuelo ofreció el frugal bocado al infortunado y hambriento personaje, quien no padecía mucho dolor debido a la droga incluida en la bolsa que pendía sobre su cabeza y que por medio de una tripa transparente le surtía de los líquidos necesarios para su supervivencia, pero que sufría pensando en exquisitos manjares y deleitosos platillos. Ante sus ojos desfilaban, en febril delirio, bandejas con jabalíes horneados que mordían descarados una roja manzana y fuentes de plata rebosantes de mariscos surtidos cuyas patas colgaban fuera de los límites que los contenían.
Ya había llenado varias veces el tal pato, acto que resultaba ciertamente complicado por tener que levantarse, desenredar la tripa transparente, desenchufar un aparato y llevar arrastrando tras de sí una estructura metálica de las que venden en los mercados de las aldeas para colgar jaulas con pericos y que sostenía su bolsa de líquidos vitales. Había de cargar y tirar de todo ello hacia dentro del baño para poder entrecerrar la puerta y hacer aguas menores con cierta dignidad y gran espasmo, pidiéndole a San Meandro le ayudara a expulsar el guijarro que tantas penas le causaba. Cada vez que acudía a ello examinaba a contraluz el receptáculo, se llevaba una gran decepción y volvía compungido, sudoroso por el dolor y pesaroso, arrastrando sus cacharros, a su cama.
No fue sino hasta las ocho de la noche en que le dieron una merienda como de niño pobre consistente en gelatina roja a medio cuajar (plato típico de los nosocomios), dos tortillas tamaño miniatura remojadas en un caldillo rojo de concentración 1/1000, y un vaso con algún líquido bebestible tibio de color marrón. Así pasó la noche en semi vigilia, soñando que era un niño que apedreaba vidrios de casas y bellos vitrales catedralicios emplomados desde su bicicleta en su pueblo natal, usando para ello hermosas piedras renales de todos tamaños y colores que hacían volar los cristales en mil pedazos.
Al amanecer acudió con una última ilusión al baño pero del rebelde pedrusco nada. Su mujer le llevó café recién hechito de su casa, de contrabando, y le dieron el rancho del desayuno: tres calcomanías de jamón cocido, tres de papaya, la consabida gelatina ahora tibia y en un lindo color verde bandera y un vasito de leche. A las diez de la mañana, cuando ya estaba un tanto mareado de hambre y de ver competencias olímpicas en el televisor, le bajaron a sacar una nueva radiografía, que, para toda su desolación, mostró el cálculo exactamente en el mismo sitio. El desgraciado pedrusco no se había movido un ápice e insistía en incordiar la existencia del atribulado y decepcionado Señor Menéndez. Los facultativos decidieron extraerlo a la una de la tarde, para terminar a tiempo de irse a los toros, lo que significaba una angustiosa espera para el paciente y su mujer.
Llegó la hora de realizar el galénico procedimiento con las técnicas del sabio que inventó el potro y la dama de hierro, que siguen vigentes, y se le administró anestesia epidural de las llamadas ráqueas, de manera que el paciente vio con gran sangre fría y denodado heroísmo en una pantalla todo el proceso de su endoscopía en colores. Llamole la atención la manera en que unas pinzas recorrían sus intersticios para sacar el cuerpo extraño, que no era tan extraño como el del doctor, que parecía un enorme huevo con un babero de plomo de los que se usan para protección en radiología y que no era tal sino una prominente papada como pocas se han visto y que era el orgullo del médico y de toda su familia. Al fin sacaron la piedra, que se resistía porque hallábase muy contenta en ese sitio calientito y acogedor, y estaba incrustada en las paredes del conducto aquel cual si de una garrapata clavada se tratase. Dejando a su paso una estela de hemorragias, rasponazos, magulladuras y cardenales internos, la pinza logró su fin. Para mayor gusto dejaron un catéter adentro, con la ilusión de sacarlo en dos semanas y, en el paroxismo del esparcimiento, una sonda Torquemada hacia el exterior para recolectar su orín en una bolsa, ya sin esperar piedras.
Vuelve el abollado y maltrecho pero valeroso Señor Menéndez a su cuarto y le vuelven a poner en prohibición alimentaria. De nuevo se oyeron las procaces blasfemias, juramentos y votos a Belcebú junto con resignados aspavientos y quejas del dolor que le agobiaba de nuevo. Su esposa le ofrecía traerle algún yantar ejerciendo el contrabando de la misma manera que él había hecho años antes cuando a ella le torturaron así, pero estoicamente el Señor Menéndez, ignorante de que era el día de San Louis Rey, su santo patrón, aguantó como Don Pelayo contra los moros en aras de una mejor recuperación. Pasó una pésima noche por la sonda, que era una porquería que no servía y se obstruía a cada rato igual que la tripa de la bolsa de hidratación y medicamentos, y le hubieron de estar literalmente jeringando ambas cosas dejándole hecho un guiñapo. Para colmo de males, el acto de la micción era tremendamente doloroso para el honorable hombre, que palidecía cada vez que necesitaba ejercerlo y dejaba escuchar unos casi aullidos que conmovían al personal del sanatorio.
El proceso de retiro de la sonda a la mañana siguiente sirvió como demostración de que las partes bajas del cuerpo están misteriosamente conectadas al nervio óptico, ya que conforme la enfermera Soraya, famosa por sus fuerzas brutas, tiraba de la sonda con inmisericordes movimientos de torsión y giros, el Señor Menéndez hacía bizcos. Su desesperación fue tal que, tomado la manaza de Soraya, jaló de la sonda para extraerla de un solo tirón acompañado de un gran pujido y de la sorpresa de la enfermera. Dicen que en otras personas la reacción del ojo es arrojar lágrimas.
Una vez dado de alta y despachado a su casa, hubo de esperar a que los contables del establecimiento sumaran bolitas de algodón, hisopos desechables y cuanta chacharita se usó en su caso para que le permitieran irse a su morada a convalecer. Claro que él, acomedido y caballeroso, ayudó a hacer más ágil el proceso marcando a las extensiones telefónicas correspondientes para apresurarles por medio de unas discretas mentadillas. Muy adolorido, sufriendo a cada rato unos cólicos y punzadas que le dejaban transido de dolor, por fin liquidó la cuenta del sanatorio externando su inconformidad a cuanto personal entorpecía el proceso de salida, con vocablos que la censura vigente impide citar aquí.
Pero el Señor Menéndez al llegar a su casa se dispuso, a pesar de que sus dolencias no tienen visos de terminar, a ser un paciente bueno procurando dar la menor cantidad de trabajo posible a su señora esposa, quien abnegada y amantísima le procura y contempla con alacridad y diligencia de acuerdo a su mejor saber y entender, dando con ello muestra de que el sufrimiento físico no está peleado con la estoicidad, hidalguía y señorío de espíritu de que un heroico, cabal y bizarro caballero como el Señor Menéndez hará gala siempre a pesar de tener sus exabruptos, resoplos y bufidos en circunstancias de dolor extenuante y ante cualquier injusticia.
Hasta que, a los quince días, le hubieron de retirar la última sonda, interna, y se volvieron a escuchar sus imprecaciones.