viernes, 1 de febrero de 2013

El pequeño ogro



Como todas las tardes a las cuatro llegué a mi consultorio. Estaba dentro de la oficina de mi papá en la Colonia del Valle, entonces no tan saturada aún, así que me estacioné a unos metros de la puerta y entré. Mi hermana, colega y socia ya había llegado.
            —¿Quién viene primero? —pregunté para sacar el material necesario.
            —El “Frog your eyes only” —dijo mi hermana refiriéndose al paciente, un afamado médico,  por el apodo que le habíamos dado; un juego de palabras hecho con el título de una película de James Bond y que hacía alusión a su notoria exoftalmia—, le seguiré con la endodoncia, me ayudas, y ya para sus coronas yo te ayudo, ¿sale? Así trabajábamos, siempre en equipo.
            Apenas habíamos sacado el instrumental del esterilizador, el expediente del cajón  y nos habíamos puesto las filipinas, cuando la secretaria nos informó con su acento del sur de Veracruz:
            —Doctoras, ya llegó su pajiente. Era muy chistosa esa secretaria que tenía mi papá y nos archivaba a los pacientes por apodo. Por ejemplo, a un muchacho que se parecía a John Lennon, nos lo tenía bajo Lennon, John, y justo abajo estaba anotado su nombre verdadero en la ficha.
                          —¡Buenas tardes! ¿Cómo estamos? —Se oyó la voz atronadora del Doctor Frog your eyes only.
            Es lo corriente que, antes de comenzar un procedimiento o mientras se espera a que la anestesia surta efecto, se converse con el paciente. Esto aligera su estado de ánimo, le ayuda a relajarse y a depositar confianza en uno al sentir que lo conoce, que es su amigo. Nunca me ha gustado lo que muchos colegas hacen, al estilo gringo, que dejan a la persona sola en el cubículo un rato mientras se seca algún material y se van a hacer otra cosa; siento que les aumenta el temor o el nerviosismo que todos llegamos a sentir cuando acudimos al dentista.  Para uno también es bueno: conocer un poco al enfermo como persona hace del trabajo algo agradable disfrazándolo de una función social. Además, tal vez en esa pequeña  plática se entere uno de algún dato relevante sobre su salud que haya pasado inadvertido en el cuestionario inicial.
            Total que ahí estábamos el “Frog your eyes only”, mi hermana y yo esperando a que la lidocaína surtiera su efecto, y él nos mostró, como para romper el hielo y usar el tiempo, una foto de su hijito como hacen casi todos los padres de familia, para presumir. Era un chiquillo en edad de preescolar, con los mismos ojos salientes y azules de su papá que le daban la expresión de quien acaba de ver un fantasma, vestido con un suéter escolar; la típica foto con fondo azul que venden en el colegio. Obviamente se lo chuleamos mucho y de repente se comenzó como a  conmover, a emocionar mientras observaba el retrato y sendos lagrimones brotaron de sus ojotes. Nos volteamos a ver extrañadas y sin saber qué decir, pero él fue quien llenó el silencio con sus palabras.
            —¡Ay, perdónenme! Es que me duele mucho mi hijito. ¡Es tan buen niño! Muy obediente y aplicado. Fíjense, si sigo con mi esposa es sólo por él, porque no quiero que sea de esos chamacos de divorciados que andan rodando. No se lo merece, ¡mi hijo es mi vida entera! ¡Discúlpenme! —dijo secándose la cara con un pañuelo de papel que le había yo dado—, pero a veces me quiebro porque ya no puedo soportar más, ya no aguanto tanto dolor. ¿Ven estas manchas que dejé en el papel? Es maquillaje.
            Las dos nos acercamos a ver. En efecto, el pañuelo estaba manchado de color carne, con esos productos de belleza como los que usaba mi mamá. “Lo uso para cubrir los moretes. Mi esposa me golpea”, soltó como una cubetada de agua fría. Donde el cosmético había desaparecido, sobre el malar izquierdo, surgía en todo su esplendor un verdugón violáceo. Luego se abrió un poco el cuello de la camisa hacia un lado para mostrarnos otro hematoma sobre el hombro, este con una costra encima: “este me lo hizo con una pala de cocinar,  de las de metal”. Sollozaba y gimoteaba como actriz de telenovela.
            Nos quedamos estupefactas. Sabíamos que Frog your eyes only era un médico muy reconocido,  jefe de su especialidad en un hospitalazo  de los más importantes del país y famoso por tener mano de hierro con los internos, que le tenían verdadero pánico. Todo esto lo sabía yo porque había sido maestro de dos amigos míos, que me contaban el nivel de exigencia tan alto que tenía y el tipo de desplantes y hasta majaderías  que les aplicaba a sus alumnos. A nuestra consulta siempre había entrado mostrando una gran seguridad en sí mismo, haciendo alarde de presencia varonil, saludando a la secretaria a voz en cuello y haciéndose notar. La anestesia ya había surtido efecto sobre la parte derecha de su mandíbula y su habla se había vuelto algo ininteligible.
            —Perdónenme, perdóneme —repetía avergonzado y sollozante—, es que no tengo con quién hablar de esto, ni modo que les cuente a mis papás que ya son viejitos, o a mis hermanos, que no comprenderán y se burlarían de mí, mucho menos a mis amigos. Tal vez sea más fácil destapar algo así para una mujer, como que es más común que les suceda esto y reciben apoyo de sus amigas, hermanas, o de sus  padres, pero yo… ¿quién me va a creer o a tomar en serio? ¡Nadie! Ni mis colegas, ni la ley….
Ahí estaba el doctorazo, el enérgico maestro, el renombrado especialista, hecho un guiñapo ante dos jovencísimas dentistas que no sabían qué decirle, limpiándose la saliva que le escurría por la comisura del lado anestesiado mientras hablaba. Entre lima y lima de endodoncia le tratamos de aconsejar que no por ser hombre tenía que aguantarse, que tal vez fuera peor para su amado hijito vivir en medio de esos pleitos —creo que el término “violencia intrafamiliar” aún no se acuñaba—, que ser hijo de divorciados que, al fin y al cabo, se estaba convirtiendo en la regla. Que no se dejara, que se  separara de tan mala mujer, en fin. Tuvimos tiempo, mientras trabajábamos,  de ir digiriendo lo que habíamos visto y oído y de ofrecerle los  mejores consejos que nuestra escasa experiencia de la vida y nuestro azoro fueron capaces de dar. 
            Por fin terminó la consulta, y el doctor se fue con sus canales muy obturados con gutapercha y su alma, quiero creer, muy reconfortada por nosotras.  Nos pidió que no le contáramos a nadie y así se lo prometimos. Nos agradeció mucho la comprensión y nos quedamos con la certeza de que deberían poner materias de psicología en el programa de la carrera de odontología, después de todo trata una con mucha gente de todo tipo y les tiene cautivos y a unos centímetros de distancia.
            Al día siguiente, en el hospital donde nuestro paciente trabajaba, un interno no supo responder a la pregunta que se le hizo delante del enfermo en turno.
            —¡Ah! —le dijo el doctor Frog your eyes only—, ¿me equivoqué? Usted no es interno, ¿verdad? Es afanador del hospital. ¿Qué hace aquí? Nada más me está haciendo perder mi tiempo. ¡Váyase a lavar los excusados! A ver, usted —se dirigía a otro practicante—, por la cara que tiene ha de ser igual de bruto, ¿sabe la respuesta?
            El muchacho, con miedo, respondió acertadamente: “cien miligramos”, y el maestro le dijo: “¡como el burro que tocó la flauta!”. El paciente, en su cama, estaba impresionado por la manera en que trataba a sus alumnos y cuando el doctor se le acercó, instintivamente volteó la cara hacia el lado contrario, como huyendo de él.
            —¡Que no le vamos a hacer nada, hombre, no voy a dejarlo en manos de estos tarugos! A ver. Y se dedicó a observarle la mucosa de los ojos tirando del párpado como si fuera de hule. Así pasaba todas las mañanas, regañando a todo mundo, ofendiendo a diestra y siniestra, arreando a las enfermeras como si fueran sus esclavas y manipulando a los enfermos como si de muñecos de plástico se tratara; todo con brusquedad, con agresividad y despotismo. Por la tarde, con sus pacientes particulares, era más afable, pero no con la asistenta de su consultorio, que era una distinta cada mes porque apenas esperaban su primer sueldo y salían despavoridas para no volver a trabajar con aquel doctor que daba las órdenes como si fuera un militar, que jamás decía gracias ni por favor, que insultaba si algo no era de su total agrado y al que daba mucho miedo pedir un permiso de salir temprano por algún asunto personal. Ni siquiera le avisaban que no iban a volver por miedo a una gritoneada; él se enteraba cuando veía que la señorita ya no llegaba y despotricaba de esa empleada tan floja e irresponsable que no avisó que faltaría.
            En las reuniones de la sociedad médica a la que pertenecía su comportamiento era parecido,  aunque matizado por el hecho de estar entre colegas, al mismo nivel. Hacía  dos años lo habían elegido para la mesa directiva como vocal, pero no le reeligieron ni le dieron otro puesto a pesar de que hizo un buen trabajo, porque mangoneaba a los demás a su antojo y dejaba ver sus autoritarias maneras.
            A la semana volvió a nuestra consulta. Ya nosotras habíamos discutido empíricamente su caso llegando a la conclusión de que tenía un complejo de inferioridad, de que tal vez su mujer era más alta que él, cosa que no era difícil porque el doctor era muy chaparrito o que seguramente ella en su casa vio golpes de su padre a su madre y a los hijos y así se curaba en salud, siendo ella la maltratadora antes que la maltratada.  Pensamos que el Frog your eyes only compensaba su complejo siendo el agresivo en los lugares donde tenía autoridad y así equilibraba un poco su vida no siendo la víctima sino el victimario. Hicimos, pues, un novelón psiquiátrico del caso en aras de entenderle.
            Esta vez no lo anestesiamos: las piezas ya sin el paquete nervioso son insensibles, y las preparé para hacerle dos coronas. Sin embargo, en los tiempos en que se prepara el material de impresión, nos mostró una nueva lesión que tenía en el ángulo de la mandíbula, cubierta por su famoso maquillaje Max Factor color peach y otra en el cuello, disimulada por un suéter  gris de cuello de tortuga. Le repetimos que debería romper con su mujer diciéndole que si le era fácil golpearlo a él, más sencillo le resultaría  acometer contra su pequeño hijito al que ya llamábamos entre nosotras “frogsito”, cuando él estuviera fuera de casa.  Esta vez no lloró a moco tendido pero sí se le quebró la voz un poco, sobre todo cuando pensó en que su hijo corría peligro.
            —Me voy a divorciar, doctoras, ¡la voy a dejar y yo me voy a quedar con mi hijo! Esta misma semana se lo digo, o busco un departamento para tenerlo listo y simplemente salirme de la casa, pero primero veré a un abogado a ver qué conviene más, no me vaya a demandar por abandono de hogar o algo así —nos entretuvo como quince minutos cuando ya había terminado la  consulta—, porque no quiero que se quede con mi niño. ¡Si tengo que mostrar mis lesiones lo haré!, pondré una demanda de divorcio necesario, ya no me importa tanto el qué dirán como salirme del matrimonio. Gracias por todo… la voy a dejar, ¡estoy decidido!
            Le pusimos sus coronas en otra ocasión y nos repitió que se iba a divorciar. Lo felicitamos por su decisión asegurándole que era para su bien y el del niño. Se fue feliz, con sus piezas restauradas y su autoestima resucitada. Mi hermana y yo nos congratulamos por haberle podido ayudar un poco.
            No volvió por nuestro consultorio, pero supimos de él por un conocido en común varios años después: nunca se divorció.