Como
todas las tardes a las cuatro llegué a mi consultorio. Estaba dentro de la
oficina de mi papá en la Colonia del Valle, entonces no tan saturada aún, así
que me estacioné a unos metros de la puerta y entré. Mi hermana, colega y socia
ya había llegado.
—¿Quién viene primero? —pregunté para sacar el material
necesario.
—El “Frog your eyes
only” —dijo mi hermana refiriéndose al paciente, un afamado médico, por el apodo que le habíamos dado; un juego de
palabras hecho con el título de una película de James Bond y que hacía alusión
a su notoria exoftalmia—, le seguiré con la endodoncia, me ayudas, y ya para
sus coronas yo te ayudo, ¿sale? Así trabajábamos, siempre en equipo.
Apenas habíamos sacado el instrumental del esterilizador,
el expediente del cajón y nos habíamos
puesto las filipinas, cuando la secretaria nos informó con su acento del sur de
Veracruz:
—Doctoras, ya llegó su
pajiente. Era muy chistosa esa secretaria que tenía mi papá y nos archivaba
a los pacientes por apodo. Por ejemplo, a un muchacho que se parecía a John
Lennon, nos lo tenía bajo Lennon, John, y justo abajo estaba anotado su nombre
verdadero en la ficha.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo
estamos? —Se oyó la voz atronadora del Doctor Frog your eyes only.
Es lo corriente que, antes de comenzar un procedimiento o
mientras se espera a que la anestesia surta efecto, se converse con el
paciente. Esto aligera su estado de ánimo, le ayuda a relajarse y a depositar
confianza en uno al sentir que lo conoce, que es su amigo. Nunca me ha gustado
lo que muchos colegas hacen, al estilo gringo, que dejan a la persona sola en
el cubículo un rato mientras se seca algún material y se van a hacer otra cosa;
siento que les aumenta el temor o el nerviosismo que todos llegamos a sentir
cuando acudimos al dentista. Para uno
también es bueno: conocer un poco al enfermo como persona hace del trabajo algo
agradable disfrazándolo de una función social. Además, tal vez en esa
pequeña plática se entere uno de algún
dato relevante sobre su salud que haya pasado inadvertido en el cuestionario
inicial.
Total que ahí estábamos el “Frog your eyes only”, mi hermana y yo esperando a que la lidocaína
surtiera su efecto, y él nos mostró, como para romper el hielo y usar el
tiempo, una foto de su hijito como hacen casi todos los padres de familia, para
presumir. Era un chiquillo en edad de preescolar, con los mismos ojos salientes
y azules de su papá que le daban la expresión de quien acaba de ver un
fantasma, vestido con un suéter escolar; la típica foto con fondo azul que
venden en el colegio. Obviamente se lo chuleamos mucho y de repente se comenzó
como a conmover, a emocionar mientras
observaba el retrato y sendos lagrimones brotaron de sus ojotes. Nos volteamos
a ver extrañadas y sin saber qué decir, pero él fue quien llenó el silencio con
sus palabras.
—¡Ay, perdónenme! Es que me duele mucho mi hijito. ¡Es
tan buen niño! Muy obediente y aplicado. Fíjense, si sigo con mi esposa es sólo
por él, porque no quiero que sea de esos chamacos de divorciados que andan
rodando. No se lo merece, ¡mi hijo es mi vida entera! ¡Discúlpenme! —dijo
secándose la cara con un pañuelo de papel que le había yo dado—, pero a veces
me quiebro porque ya no puedo soportar más, ya no aguanto tanto dolor. ¿Ven
estas manchas que dejé en el papel? Es maquillaje.
Las dos nos acercamos a ver. En efecto, el pañuelo estaba
manchado de color carne, con esos productos de belleza como los que usaba mi
mamá. “Lo uso para cubrir los moretes. Mi esposa me golpea”, soltó como una
cubetada de agua fría. Donde el cosmético había desaparecido, sobre el malar
izquierdo, surgía en todo su esplendor un verdugón violáceo. Luego se abrió un
poco el cuello de la camisa hacia un lado para mostrarnos otro hematoma sobre
el hombro, este con una costra encima: “este me lo hizo con una pala de
cocinar, de las de metal”. Sollozaba y
gimoteaba como actriz de telenovela.
Nos quedamos estupefactas. Sabíamos que Frog your eyes only era un médico muy
reconocido, jefe de su especialidad en
un hospitalazo de los más importantes
del país y famoso por tener mano de hierro con los internos, que le tenían
verdadero pánico. Todo esto lo sabía yo porque había sido maestro de dos amigos
míos, que me contaban el nivel de exigencia tan alto que tenía y el tipo de
desplantes y hasta majaderías que les
aplicaba a sus alumnos. A nuestra consulta siempre había entrado mostrando una gran
seguridad en sí mismo, haciendo alarde de presencia varonil, saludando a la
secretaria a voz en cuello y haciéndose notar. La anestesia ya había surtido
efecto sobre la parte derecha de su mandíbula y su habla se había vuelto algo
ininteligible.
—Perdónenme, perdóneme —repetía avergonzado y sollozante—,
es que no tengo con quién hablar de esto, ni modo que les cuente a mis papás
que ya son viejitos, o a mis hermanos, que no comprenderán y se burlarían de
mí, mucho menos a mis amigos. Tal vez sea más fácil destapar algo así para una
mujer, como que es más común que les suceda esto y reciben apoyo de sus amigas,
hermanas, o de sus padres, pero yo…
¿quién me va a creer o a tomar en serio? ¡Nadie! Ni mis colegas, ni la ley….
Ahí
estaba el doctorazo, el enérgico maestro, el renombrado especialista, hecho un
guiñapo ante dos jovencísimas dentistas que no sabían qué decirle, limpiándose
la saliva que le escurría por la comisura del lado anestesiado mientras hablaba.
Entre lima y lima de endodoncia le tratamos de aconsejar que no por ser hombre
tenía que aguantarse, que tal vez fuera peor para su amado hijito vivir en
medio de esos pleitos —creo que el término “violencia intrafamiliar” aún no se
acuñaba—, que ser hijo de divorciados que, al fin y al cabo, se estaba
convirtiendo en la regla. Que no se dejara, que se separara de tan mala mujer, en fin. Tuvimos
tiempo, mientras trabajábamos, de ir
digiriendo lo que habíamos visto y oído y de ofrecerle los mejores consejos que nuestra escasa
experiencia de la vida y nuestro azoro fueron capaces de dar.
Por fin terminó la consulta, y el doctor se fue con sus
canales muy obturados con gutapercha y su alma, quiero creer, muy reconfortada por
nosotras. Nos pidió que no le contáramos
a nadie y así se lo prometimos. Nos agradeció mucho la comprensión y nos
quedamos con la certeza de que deberían poner materias de psicología en el
programa de la carrera de odontología, después de todo trata una con mucha
gente de todo tipo y les tiene cautivos y a unos centímetros de distancia.
Al día siguiente, en el hospital donde nuestro paciente trabajaba,
un interno no supo responder a la pregunta que se le hizo delante del enfermo en
turno.
—¡Ah! —le dijo el doctor Frog your eyes only—, ¿me equivoqué? Usted no es interno, ¿verdad?
Es afanador del hospital. ¿Qué hace aquí? Nada más me está haciendo perder mi
tiempo. ¡Váyase a lavar los excusados! A ver, usted —se dirigía a otro practicante—,
por la cara que tiene ha de ser igual de bruto, ¿sabe la respuesta?
El muchacho, con miedo, respondió acertadamente: “cien
miligramos”, y el maestro le dijo: “¡como el burro que tocó la flauta!”. El
paciente, en su cama, estaba impresionado por la manera en que trataba a sus
alumnos y cuando el doctor se le acercó, instintivamente volteó la cara hacia
el lado contrario, como huyendo de él.
—¡Que no le vamos a hacer nada, hombre, no voy a dejarlo
en manos de estos tarugos! A ver. Y se dedicó a observarle la mucosa de los
ojos tirando del párpado como si fuera de hule. Así pasaba todas las mañanas,
regañando a todo mundo, ofendiendo a diestra y siniestra, arreando a las
enfermeras como si fueran sus esclavas y manipulando a los enfermos como si de
muñecos de plástico se tratara; todo con brusquedad, con agresividad y
despotismo. Por la tarde, con sus pacientes particulares, era más afable, pero
no con la asistenta de su consultorio, que era una distinta cada mes porque
apenas esperaban su primer sueldo y salían despavoridas para no volver a
trabajar con aquel doctor que daba las órdenes como si fuera un militar, que
jamás decía gracias ni por favor, que insultaba si algo no era de su total
agrado y al que daba mucho miedo pedir un permiso de salir temprano por algún
asunto personal. Ni siquiera le avisaban que no iban a volver por miedo a una
gritoneada; él se enteraba cuando veía que la señorita ya no llegaba y
despotricaba de esa empleada tan floja e irresponsable que no avisó que
faltaría.
En las reuniones de la sociedad médica a la que
pertenecía su comportamiento era parecido,
aunque matizado por el hecho de estar entre colegas, al mismo nivel.
Hacía dos años lo habían elegido para la
mesa directiva como vocal, pero no le reeligieron ni le dieron otro puesto a
pesar de que hizo un buen trabajo, porque mangoneaba a los demás a su antojo y
dejaba ver sus autoritarias maneras.
A la semana volvió a nuestra consulta. Ya nosotras
habíamos discutido empíricamente su caso llegando a la conclusión de que tenía
un complejo de inferioridad, de que tal vez su mujer era más alta que él, cosa
que no era difícil porque el doctor era muy chaparrito o que seguramente ella
en su casa vio golpes de su padre a su madre y a los hijos y así se curaba en
salud, siendo ella la maltratadora antes que la maltratada. Pensamos que el Frog your eyes only compensaba su complejo siendo el agresivo en
los lugares donde tenía autoridad y así equilibraba un poco su vida no siendo
la víctima sino el victimario. Hicimos, pues, un novelón psiquiátrico del caso
en aras de entenderle.
Esta vez no lo anestesiamos: las piezas ya sin el paquete
nervioso son insensibles, y las preparé para hacerle dos coronas. Sin embargo,
en los tiempos en que se prepara el material de impresión, nos mostró una nueva
lesión que tenía en el ángulo de la mandíbula, cubierta por su famoso
maquillaje Max Factor color peach y
otra en el cuello, disimulada por un suéter
gris de cuello de tortuga. Le repetimos que debería romper con su mujer
diciéndole que si le era fácil golpearlo a él, más sencillo le resultaría acometer contra su pequeño hijito al que ya
llamábamos entre nosotras “frogsito”,
cuando él estuviera fuera de casa. Esta
vez no lloró a moco tendido pero sí se le quebró la voz un poco, sobre todo
cuando pensó en que su hijo corría peligro.
—Me voy a divorciar, doctoras, ¡la voy a dejar y yo me
voy a quedar con mi hijo! Esta misma semana se lo digo, o busco un departamento
para tenerlo listo y simplemente salirme de la casa, pero primero veré a un
abogado a ver qué conviene más, no me vaya a demandar por abandono de hogar o
algo así —nos entretuvo como quince minutos cuando ya había terminado la consulta—, porque no quiero que se quede con
mi niño. ¡Si tengo que mostrar mis lesiones lo haré!, pondré una demanda de
divorcio necesario, ya no me importa tanto el qué dirán como salirme del
matrimonio. Gracias por todo… la voy a dejar, ¡estoy decidido!
Le pusimos sus coronas en otra ocasión y nos repitió que
se iba a divorciar. Lo felicitamos por su decisión asegurándole que era para su
bien y el del niño. Se fue feliz, con sus piezas restauradas y su autoestima
resucitada. Mi hermana y yo nos congratulamos por haberle podido ayudar un
poco.
No volvió por nuestro consultorio, pero supimos de él por
un conocido en común varios años después: nunca se divorció.